La invención de Hugo Cabret (Brian Selznick) / Ediciones SM, 2007 / Páginas: 533 / Precio: 89 soles
ISBN: 9788467520446
Aquí podrás leer los tres primeros capítulos
Las páginas como écran
La literatura y el cine son a veces ambas caras de una misma moneda, una buena historia narrada en claves distintas, pero no tan distintas. Si bien una novela puede lucir fílmica por su estructura y desarrollo, una adaptación al cine del mismo texto podría darle cierto brillo y éxito comercial a un buen libro, o eclipsarlo para la posteridad.
Ambos textos –productos–, tienen vida y lectoría propia, es decir, por separado. Cuánta licencia puede tomarse un cineasta para recrear, re interpretar o incluso mejorar aspectos de la novela en su película: las que crea necesarias, sin que ello implique una desfiguración total.
En ése punto entran en escena el tacto, la pericia, cuánto conoce su oficio y qué tan buen lector es un director de leyenda y guionista. Hugo es la última pieza maestra de Martin Scorsese y llega a las carteleras peruanas apenas unas semanas antes de los Premios Oscar de la Academia. Si es una noche de aquellas, la película podría ganar once estatuillas, entre ellas el premio a la mejor adaptación.
Magos, máquinas y cineastas:
Del otro lado de la misma moneda, con el sello de Ediciones SM llegó a las librerías de Lima hace apenas unas semanas La invención de Hugo Cabret (Brian Selznick), una novela gráfica que conjuga la estética de una película muda y las trampas de una novela juvenil: un texto intrigante, crudo y fantasioso. Esencia que sedujo a Scorsese e inspiró su última película, pero ésa es otra historia.
Selznick es un reconocido ilustrador norteamericano con una buena mano de virtudes: el don de narrar puntual y ser sugerente, utilizar la imagen y las palabras, es decir, ser ambidiestro para escribir.
La invención de Hugo Cabret es su segunda novela. Está compuesta por dos partes, una veintena de escenas breves, compactas, escritas y dibujadas. Cada una crea página tras página, la ilusión del movimiento: al leer sus dibujos hechos a carboncillo, visualizar los escenarios y las circunstancias que compone entre líneas, se produce aquella gran ilusión del cine y no estamos más ante un objeto inanimado, sino frente a un juguete óptico o un arcano proyector de cine que reproduce a gran velocidad fotogramas y cartelones, los que guardan un especial cuidado en resaltar rasgos e indumentos clave de los personajes con planos detalle y una fascinación por rescatar el ánima de una ciudad embelesada con las máquinas de la modernidad, la estación del tren, el tiempo y los relojes, como también una corriente onírica y hasta subversiva en los libros, el cine y la pintura.
La luz inunda la pantalla (o las páginas) y aparece el París de 1930, donde las máquinas modernas y anuncian un progreso galopante; pero la posguerra y un pensamiento pragmático han relegado a la niñez y la fantasía a lugares incómodos, mal vistos, inapropiados.
En la estación de Montparnasse mora Hugo Cabret desde hace algunos meses. Su tío lo adoptó como su aprendiz tras la muerte de su padre, pero ha desaparecido.
Hugo es ahora un huérfano, lo que para la época es aún peor que llevar la peste. Dejó la escuela por asistir a su tío ahora debe convertirse en su fantasma; vigilar que cada uno de los veintisiete relojes funcione perfectamente, recoger en secreto sus cheques aunque no sepa cobrarlos, para no ir al orfanato; porque si falla y lo descubren, perdería su tesoro; una sofisticada máquina que luce como un humano ante un escritorio, aparentemente a punto de escribir.
Su padre, un audaz maestro en la cronometría y en el arte de reparar relojes, encontró el artefacto en un desván del museo local donde trabajaba y lo reconoció como las máquinas que usaban los magos para deslumbrar a su público. Estaba hecho de ruedas dentadas, manivelas y un centenar de piezas que no pudo terminar de reparar antes que un incendio le quitase la vida.
Para que el autómata vuelva a funcionar, Hugo sigue la libreta de notas de su padre y roba piezas mecánicas de los juguetes que vende un colérico viejo en la estación, que por alguna razón, encajan perfectamente en el autómata.
La obsesión por reparar su reliquia lo acerará a develar junto con Isabelle –la sobrina del juguetero con quien encuentra algo más que una amistad, un ingenioso aliado– y Etienne –un amante del cine que introducirá a Hugo en el mundo del séptimo arte–, un misterio irresuelto: George Méliès, el mago y cineasta, no ha muerto.
Más similitudes que diferencias
Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión Adaptado, Mejor Banda Sonora, son algunas denominaciones que calzan perfectamente con los mejores atributos del libro.
Están claras las actitudes de un buen director-escritor-ilustrador: el tacto, la pericia y cuán buen lector de cine es Brian Selznick, al dominar la gramática visual, darle vida y profundidad a un texto y adaptar su novela fílmica sobre la base de una investigación y una pregunta que quedó en el tintero.
En el epílogo, el autor señala que si bien ciertos personajes son ficción, la accidentada vida de los autómatas no lo es. Selznick reconoce que la historia empezó a surgir en su mente después de leer Edison’s Eve: A Magical History of the Quest for Mechanical Life, de Gaby Wood, texto que, en palabras del propio Selznick, contaba la verdadera historia de unos complejos autómatas a cuerda que fueron donados a un museo de Paris. Hasta ahí la historia que pudo investigar. Su adaptación empieza a partir de la siguiente pregunta: ¿Qué hubiese pasado si esos autómatas no se destruían?
Quizá una de las canciones que musicalice la novela de Brian Selznick es, además de la pasión por las máquinas, una apuesta por el destino y misión de cada ser humano, como parte imprescindible de un gran sistema de engranajes, una gran máquina. Pero hay más, el autómata (en esta historia, una metáfora de creador, de cineasta) es la pieza clave en el rejuvenecimiento de George Méliès y el de Hugo Cabret. Desde esquinas opuestas, ambos habitan el mismo lugar fáctico (una estación-celda) pero también el mismo lugar simbólico, la adultez de los que sobran y viven sin sueños o conquistas.
Es así que gracias al regreso de su autómata, G.M viaja desde el confinamiento en el último –y anónimo– rincón de su vejez hacia hasta su niñez más reciente, como mago, dibujante, apasionado de las máquinas y cineasta.
A Hugo Cabret, incrustado en una vida adulta que no comprende –trabajar y vivir absolutamente solo– lo único que lo entusiasma es reparar el autómata. Un actitud que mantiene aún encendida la llama de la creatividad que su padre alimentó en él, a través de las películas de cada cumpleaños, los relatos de Julio Verne y por supuesto, las piezas mecánicas.
En síntesis, si bien las diferencias entre ambos textos (algunas caracterizaciones y añadidos) son sutiles pero bastante significativas, ambas piezas son dignas de merecer una noche de aquellas, con once estatuillas y una intensa lectura que toque nuestras fibras.
As